La Casa de los Sillones

Esta historia ocurrió en Guanabacoa. Es de uno de mis alumnos.

Él es un tipo escéptico y nada sugestionable. Pero eso sí: muy creativo y con un talento natural para la práctica terapéutica que muchas clínicas no saben lo que se han perdido.

En la familia de mi alumno hay pocos jóvenes y muchas casas. Sucede que en la generación de sus abuelos eran muy pródigos en hijos. Pero estos hijos ya no eran igual de entusiastas con eso de parir y criar un linaje numeroso. Entonces a medida que los miembros de las viejas generaciones iban muriendo, iban, también, quedando grandes casonas concebidas originalmente para montones de gente… y menos nietos.

Una de estas casas fue, por supuesto, para mi alumno, quién recibió la herencia de parte de una tía abuela que lo confundía a cada rato, en sus desvaríos de anciana, con uno de sus hijos, muerto en la juventud.

La casona está a la entrada de Guanabacoa. Además de ser inmensa, es una construcción bastante antigua, de arquitectura vernácula. La anciana se aseguró de tenerla muy bien cuidada y amueblada al estilo de su juventud. Como hogar era un encanto entonces, ahora no sé.

Entre sus muchos muebles antiguos había una legión de mecedoras de madera, de las llamadas «comadritas». Cerca de veinte de todos los modelos, distribuidas por toda la casa.

Había mecedoras en el enorme portal, que era necesario encadenar a las rejas para que no se las robaran o entrarlas en la noche. Mecedoras en la terraza interior. En cada cuarto. En la sala. Una en la cocina. Dos en el comedor. Incluso una pequeñita en el baño más grande.

La familia de mi alumno, llamémosle Ángel, había bautizado aquella casa como «La casa de los sillones» y era tan bonita que hacían cábalas sobre qué nieto la heredaría finalmente.
Iban a visitar a la tía y la sondeaban con regalos y cariños. Pero la anciana tía enamoró a todos los nietos y sobrinos nietos sin soltar prenda sobre su supuesto heredero. Hasta dos semanas antes de su muerte nadie supo quién era el afortunado.

Un detallazo de la tía abuelita: nunca permitía a nadie en su casa después de las 6 pm

Luego del velorio, el entierro y el montón de trámites de propiedad que ustedes saben que hay que hacer en Cuba para entrar en posesión de cualquier herencia, Ángel finalmente se instaló en La Casa de los Sillones.

Llegó un viernes por la mañana y durante horas lo ayudamos a limpiar y acondicionar su nuevo hogar. No había mucho qué hacer porque la señora había mantenido el reino impoluto hasta casi el último día de su vida. Lo dejamos, contento y nostálgico, sentado en uno de los sillones, tomándose su primer café de propietario.

Aún andaba yo contándole a mi madre lo contento que estaba Angelito con su nueva casa (los que vivimos en Cuba sabemos lo que significa y lo difícil que es tener una casa de tu propiedad) cuando mi móvil empezó a sonar. Era Ángel.

«Ay, profe, ya no sé a quién llamar» casi lloraba al teléfono «¿No lo oye?»

Y lo escuché detrás de él, inconfundible desde Guanabacoa, identificable para quiénes hemos estado en velorios tropicales: el crujido rítmico de un montón de sillones.

Luego de irnos, mi alumno había aprovechado para preparar temprano su comida y darse un baño. Esa noche ponían en TV una película que estaba loco por ver y quería, cómodo y tranquilo, dedicarse a su pasión cinéfila. No pudo ser.

A las 9:15 de la noche uno de los sillones de la sala empezó a mecerse suavemente. Ángel, intrigado, lo detuvo con la mano y entonces un golpe seco de madera contra piedra lo sobresaltó. A su espalda, otro de los sillones había empezado a mecerse rápidamente y topaba contra la pared. De forma gradual pero imparable, todas las mecedoras de la casa comenzaron a balancearse al mismo ritmo.

El pobre Ángel llamó a su casa materna, a su novia, a su mejor amigo y finalmente a mí.
No supimos qué decirle. Le sugerimos que saliera de allí y se fuera a casa de su novia. Así que entró los sillones del portal, quienes no contribuyeron quedándose quietos hasta que tuvo prácticamente que arrastrarlos.

Cerró todo, se vistió de cualquier modo y arrancó de vuelta a Playa a las once de la noche. Detrás de él se quedó la casa oscura, traqueteando en la noche con el mecerse solitario de veinte sillones.

Al otro día regresó acompañado de su novia y su cuñado. La casa estaba igual que la dejó, con el reguero de sillones en la sala y ni un signo de nada extraño.

«Vamos a preguntar por el barrio» sugirió la novia de Ángel «es imposible que nadie haya oído el escándalo de anoche. Va y alguien sabe qué le pasa a esta casa, o vio algo»

Tenía sentido, así que, aprovechando que era sábado y todo el mundo estaba en sus casas sondearon a la gente. Descubrieron que:

1. NADIE quería hablar de la casa de doña Irma
2. NADIE había estado en casa de doña Irma después de las 8 de la noche
3. NADIE estaba dispuesto a acompañar a Ángel para ver cómo las mecedoras se animaban en la noche

Y lo más extraño: NADIE recordaba a la familia de la tía abuela Irma.

Era como si siempre, desde su juventud, hubiera estado viviendo sola en el lugar. Cosa que no era posible ya que había estado casada y tenido cinco hijos de los cuales uno murió y los otros cuatro estaban dispersos por el mundo.

Esa noche las mecedoras, justo a las 9:15 comenzaron a danzar solas, al son de quién sabe qué. Los jóvenes cerraron todo y se fueron.

Durante varios días Ángel, flamante dueño de una casona en Guanabacoa, dio tumbos entre su casa materna y la de su novia. No podía concentrarse en clase. Casi toda su ropa y sus libros se habían quedado en la Casa de los Sillones. Y la verdad es que estaba muy frustrado y triste.

El viernes, una semana después de que la casa lo hubiera expulsado, regresó muy molesto y decidido a tomar posesión definitivamente de su nuevo hogar.

«Esta es mi casa, coño» pensó «y no me la quitan sin pelea»

Recuerden que hablamos de alguien con talento para la terapia…

A las 8 puso una cafetera y se dio un baño. A las 9 estaba sentado en uno de los sillones de la sala. Con la puerta abierta por si acaso. Había puesto música en el viejo tocadiscos de la tía: Benny Moré.

A las 9:10 entró una brisita sabrosa por la puerta y uno de los sillones empezó a mecerse. Entonces Ángel se dio impulso en el suyo y se meció al ritmo de «Santa Isabel de las Lajas»
Mientras se tomaba el café y se fumaba un cigarrillo entre temblores.

Cuando llevaba un rato meciéndose, después que terminó el disco, el café y el cigarro, miró al sillón inquieto de al lado, tragó en seco y dijo «¿Qué te pasa conmigo, compadre? ¿Qué te he hecho?»

Terminando de decir estas palabras, jura que vio, ahí sentado, como si fuera un espejo perfecto de sus rasgos, a un muchacho igualito a él, de su edad, que sonrió y le contestó «Nada, primo, no pasa nada» y desapareció.

Entonces todos los sillones de la casa dejaron de moverse y una brisa fuerte cerró la puerta.

Anuncio publicitario

3 comentarios

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s