Servicio único

📷 Omar Lucas/IDL Reporteros/Las brigadas de los muertos

—¡Sucio y sucio y sucio!

La voz de Ada me llega desde adentro de la retorta, canturreando la palabra  con ritmo. Retumba como si fuese un chillido de murciélago en una cueva.

Tenemos fumigadores y aspiradoras para hacer lo que ella está haciendo, con comodidad y más seguridad… pero el señor Edgar insiste en que al menos una vez al mes hay que meterse en el horno y limpiar a mano todo, sacando los restos que se acumulan en los rincones y raspando cuidadosamente la capa de ceniza que se amalgama en el fondo. Al menos, una vez al mes en épocas flojas.

Hace unos cuatro años que tenemos que parar todo y limpiar cada dos fines de semana. El tren de cremación a marchas forzadas convierte los hornos en unos agujeros mugrientos a los pocos días de operación. Veo el trasero de Ada moviéndose al ritmo de la maniobra y no es un panorama desagradable. Con una sonrisa pilla torciéndome la cara, amago con cerrar la puerta.

—Ciérrala y te clavo un cepillo en el culo, mantenido —murmura Ada, retadora.

—¿Cómo sabías que estaba aquí?

—Tengo oído de tuberculosa, bestia. Alcánzame la urna maestra.

La maestra es un recipiente viejo y abollado, donde echamos los restos de cenizas de mil incineraciones. Pequeñas cantidades que nunca se logran recoger y terminan mezclándose en el fondo de la retorta. Como una democracia perfecta: juntos al fin e iguales, después de muertos.

Si realmente Dios pudiera reintegrarnos del polvo, todas las personas alguna vez incineradas retornarían a la vida con muchas partes faltantes. Todas esas partes aparecerían flotando en el mar posiblemente, o en descampados, o le brotarían en el cuerpo a otros.

Espero que Dios no pueda hacer algo así, porque entre gente con pedazos vitales faltantes y otros con trozos ajenos creciéndoles en el cuerpo… es posible que la mortandad y lo feo entre los renacidos sean de campeonato. Eso, sin pensar en la contaminación que crearían tantos pedazos humanos regados por ahí.

A veces me da la impresión que pienso demasiado.

—La urna, idiota.

—Disculpa.

Acerco la maestra al umbral del horno y Ada echa una paletada de la amalgama de ceniza y restos óseos.

—Bueno, creo que por hoy es todo.

Sale del horno luego de tirar fuera los útiles de limpieza y se estira como una gata muy grande y musculosa.

—Tienes ceniza en la cabeza, guapa.

Se echa a reír y sacude sus dos centímetros de pelo. Restos de difuntos caen a su alrededor como polvo de hadas.

—Mi madre diría que esto es lo más espeluznante que ha visto en su vida —dice, mirando la nubecilla e inmediatamente se entristece. Suspira y me quita la urna de las manos.

—Está pesada —dice y empaca la urna en una mochila—, hora de darme un salto al río, a darle un descanso a nuestra multitud.

Somos los chicos del trabajo sucio en el crematorio Piedrasanta. Los reyes del centro del Cementerio del Ángel.
Limpiamos los hornos, el piso, amontonamos las cajas que se reutilizarán, fregamos las furgonetas e higienizamos la ropa con la que el equipo de colección y transporte trabaja. Sacamos los difuntos de las cajas, metidos en sus ataúdes de cartón, ponemos los cuerpos en las bandejas, a veces de a dos y de a tres en los malos tiempos, justo como dicen las normativas que no puede hacerse.

¿Quién va a inspeccionar al último crematorio que queda operando en la Jungla?

¿Quién querrá cerrarlo cuando vea que nos saltamos las reglas?

Podrían, pero entonces ¿qué van a hacer con sus muertos? ¿Comérselos? Podrían hacerlos biotinta, pero nadie aceptaría saber que se está comiendo algo con la posibilidad de caer en el pecado de canibalismo. Ya aceptan que están comiendo mierda, que es bastante.

En las cremaciones de protocolo nunca estamos, porque no somos un espectáculo agradable para los familiares. Somos el recordatorio de todo lo técnico, desamorado y frío que tiene el ritual del servicio único.

El señor Edgar siempre insistía a Ada para que se vistiera como una señorita decente y le acompañara a atender a los dolientes cuando los hay, en plan ángel virginal de consuelo: repartir tazas de café, pañuelos, condolencias y todo eso. Ella se prestó al juego un tiempo, hasta que se hastió y decidió raparse la cabeza.

Cuando el jefe la vio con su overol de trabajo y la cabeza como una bola de billar, se tragó las ganas de pedirle que le acompañara.

Al final, ella siempre se sale con la suya. Ser la sobrina huérfana es una papeleta segura para que un tío afectuoso y sin hijos te permita andar jugando al obrero rudo… y a lo que te dé la gana. Su otro sobrino, David, también hace lo que le da su real gana, pero lejos. Él es repartidor y es inmune. Nosotros también somos salvos de la Guadaña, pero nos tocan otras labores. Igual de importantes, creo yo.

En cierto modo estoy obligado a todo esto por agradecimiento al señor Edgar. En el pogromo de hace cinco años, cuando la población se lanzó a linchar a los inmunes —por no sé qué idea extraña de que éramos algo sucio y diabólico—, el Cementerio del Ángel fue mi refugio y Edgar, mi ángel salvador.

Algunos logramos huir y salvarnos escondiéndonos en lugares donde la mayoría de la masa enloquecida no nos iba a buscar. Los menos buscaron refugio con las fuerzas del orden, que como no tenían claro que hacer con ellos los metieron en las celdas de detención… a salvo de la turba. Otros, nos escondimos en alcantarillas y basureros, en edificios abandonados e incluso en las morgues y cementerios.

Nadie sano iba a ir al centro de la infección, donde se acumulaban los cadáveres de la Guadaña. Pero la gente contagiada que aún podía moverse y esgrimir un martillo o un bate nos fue a buscar hasta ahí. Nos sacaron de nuestras casas o nos cazaron en las calles: nos persiguieron por toda la ciudad.

Supongo que en todas las ciudades del mundo pasó lo mismo. Durante medio año lo que comenzó como una guerra de baja intensidad se convirtió en un pogromo en condiciones.

Tres inmunes en una familia resulta algo extraño. Tal vez si nos hubieran investigado a fondo, entenderían la transmisión genética de la inmunidad que marcó a una abuela, una madre y un hijo. Pero como niños estúpidos que matan pequeños animales, la multitud, en lugar de tratar de entender qué había pasado con nosotros y cómo podría ser útil, se ensañó.

Era temprano en la mañana y apenas estábamos desayunando abuela y yo. Desde semanas antes sabía que algo malo estaba pasando, cuando Nana no me dejó salir más a jugar. Muchos de mis amigos fueron desapareciendo a medida que enfermaban. Al final solo quedaba yo jugando en la calle, un niño solo, ruidoso y feliz en el medio de la muerte.

Mi madre, quien había ido a buscar algunas cosas, entró corriendo y cerró la puerta.

—Vista al niño, Nana, nos tenemos que ir —ordenó.

Nana buscó ropa y me embutió en unos pantalones. Salimos por la puerta de atrás y cruzamos la tapia que separaba nuestro patio del de los vecinos y corrimos hasta desembocar en la calle.

Por espacio de una o dos manzanas nos persiguió una turba formada por gente de la vecindad, personas que conocían a mi familia desde antes que yo naciera, algunos, incluso, antiguos amigos de mi padre.

—¡Corre, Luife! —chilló mi madre cuando abuela cayó al piso. Intenté retroceder para ayudarlas pero ella me empujó y me gritó—, ¡Que te largues dije, niño!

—¡Corre, pequeño! —jadeó la Nana.

No miré atrás. Corrí dejándome las suelas. Lo último que escuché fue un alarido, la voz distorsionada de mi abuela, la misma que animaba a mi madre cuando yo era pequeño y ella, joven viuda y ex-atleta, jugaba fútbol en el campo del barrio:

—¡Vamos! ¡Vamos, niña! ¡Ahora! ¡Miren, esa es mi nuera!

Yo corrí y corrí… y terminé oculto en la retorta de uno de los hornos exteriores del crematorio, el mismo que Edgar había desmontado para cambiar los ladrillos fracturados por la cremación desmedida de trescientos muertos semanales y hasta más. De ahí me sacó, lleno de magulladuras y muerto de hambre por una semana de fuga.

Todavía está ahí el esqueleto del horno donde salvé mi vida, con sus entrañas oscuras y desmanteladas: no hemos encontrado quien le dé el mantenimiento que necesita, ni proveedores de ladrillos refractarios para arreglarlo y ponerlo en operación.

La caza de inmunes no se detuvo hasta que el ejército tomó cartas en el asunto al comprender que la clave de la cura tal vez estaba en los inmunes. Pero, de manera más práctica, que si alguien podía continuar moviéndose libremente para sostener todo el entramado de servicios sin caer muerto en el intento, éramos nosotros. Si se iba a acabar la especie, al menos mientras hubiera seres humanos inmunes a la Guadaña, seguiría existiendo la Humanidad —supongo que eso también se tuvo en consideración.

Dictaron leyes específicas con el fin de proteger a los inmunes y darles estatus de activos valiosos. Como bien sabe todo el mundo, los recursos del ejército no se tocan so pena de perder el pellejo o ser enterrado en un calabozo muy profundo por toda la eternidad. Movilizaron sus tropas y se lanzaron a controlar el desorden a palo limpia y sin clemencia ninguna.

El que no terminó muerto, fue metido en una cárcel hospitalaria hasta que estirara la pata, amarrado a una cama con soporte vital por el resto de su vida para que no jodiera más. A los inmunes que estaban en las celdas, entrenamiento, un arma y a la puta calle… pero sin tomar represalias, ¿eh? Qué ya bastante desmadre tenemos entre manos.

Por desgracia, aquellas medidas no llegaron a tiempo para mi pequeña familia.

Sé que en alguna de las cremaciones dirigidas por Edgar estuvieron los cuerpos de mi abuela y mi madre. Se incineró a marchas forzadas luego de la intervención del ejército y ahí quedaron enfermos, inmunes, civiles y soldados de una y otra condición. El dueño del crematorio me enseñó entonces para qué era la urna maestra.

—Ven acá, Luis Felipe —dijo, muy formal. Mi diminutivo no le sale ni a pescozones.

Se inclinó hacia mí con el recipiente en las manos.

—No sé cuáles de todos esos cuerpos que hemos incinerado esta semana son los de tu madre y abuela. Hemos tenido que deshacernos de las cenizas a carretadas, así que no podría darte sus urnas. Pero aquí guardamos los restos que no podemos recoger completamente en las cremaciones. Están mezclados pequeños puñados de todos los que han pasado por aquí. Aquí deben estar también tu madre y tu nana. ¿Quieres ir conmigo a despedirte?

Le pedí que me diera la urna. Era pesada. El metal tenía pequeñas muescas y ralladuras, y estaba tan frío como si todo dentro de él exudara hielo. Edgar se caló el sombrero y agarró su fusil, el mismo con que amenazó a quienes intentaron acercarse por los alrededores del crematorio a cazar al muchacho inmune al que él le dio refugio.

Fuimos al tramo del río que corre por el costado del Cementerio del Ángel y ahí dejamos caer la ceniza granulosa que llenaba la urna, cuidando que el viento no nos devolviera el polvo y nos dejara cubiertos con aquella amalgama de muertos.

—Sostenla bien, muchacho, que si se cae al agua vas a tener que ir a buscarla.

Se quitó el sombrero y entonó una rápida liturgia que nada tenía que ver con la que yo conocía de las ceremonias fúnebres.

—Vayan libres —declamó con su voz patricia a la que luego me acostumbré en los años que siguieron trabajando bajo su mando—. Vayan en paz. Ya acabó el sufrimiento, ya han dejado todo el dolor y el miedo atrás. Ahora fluyan, duerman, sean agua, sean viento. Pronto nos veremos, pero ahora, déjennos vivir.

Se puso el sombrero y empezó a marcharse.

—Vamos, niño —apremió—. Te haré algo de comer, te darás un baño y vas a acostarte. Yo todavía tengo mucho trabajo, los muertos no van a esperar por mí.

Así es siempre Edgar González. El trabajo es su credo y, ya que no se puede ser demasiado optimista trabajando en un crematorio, se lo toma con espíritu positivo y resignada tranquilidad.

—Escucha, niño —me decía en las primeras semanas en que me entrenó para el trabajo, mientras explicaba como recoger la ceniza de la bandeja deslizante sin dispersarla más de lo necesario—. Esto no es nada nuevo ¿eh? La muerte es parte de la vida y epidemias y carnicerías están en el esquema. Ha habido epidemias que solo se han llevado a los niños y a los jóvenes. Otras que se han llevado a los viejos y sé de una en África que arrasó con las mujeres en edad fértil. Esta es una más. Un poco más fuerte que las otras, un poco menos específica. Pero la superaremos también.

Yo quisiera ser así de flemático. Pero no puedo. Todavía me despierto en las noches oyendo la voz de mi abuela y por suerte, no es el alarido postrero lo que oigo, sino ese “¡Corre, niño!”.

Aún surgen focos de odio aquí y allá, que son controlados con rapidez por el ejército. La guerra civil se ha trocado en la Resistencia: una amalgama de enfermos, sanos, inmunes renegados, anarquistas, incendiarios, desclasados, locos, abandonados, terroristas sin bandera, fundamentalistas… de todo lo que cabe esperarse de malo en una sociedad abandonada a su suerte.

Aún queda mucha gente por morir y las chimeneas del crematorio no dejan de lanzar grises bocanadas el viento. Si pudiéramos hacer ladrillos de cenizas ya tendríamos suficientes para erigir otra Tebas.

—Hombre, Luis Felipe ¿Qué haces ahí pasmado? Ven a tomar un café y enciende el sistema, que en menos de dos horas nos llega un envío grande. Tenemos que sacar a toda esa gente que está veraneando en la heladera y hacer algo de lugar.

La voz de Edgar me sacó de mis recuerdos.

—Señor, las retortas están listas y el sistema está en encendido desde hace un rato. Si me lo permite, voy abajo a buscar algunos clientes.

El jefe les dice “veraneantes”. David les llama “tiesos” y Ada no los nombra en absoluto: solo dice “trae eso ahí” o “busca eso allá abajo”. Nuestros chicos de las furgonetas usan la palabra “entregas”.

Yo les llamo “clientes”

—Tu café primero y luego te traes todos los que puedas poner en el montacargas. Te digo que viene un envío grande y no podemos dejar que se nos acumulen.

—¿De dónde viene, jefe?

Edgar me observa pensativo.

—De todas partes.

Una cosa si es segura: las chimeneas de Piedrasanta no dejarán de humear en ningún momento del futuro próximo. Y antes que termine la semana, oiré otra vez a Ada canturreando dentro de la retorta, como si fuese un chillido de murciélago en una cueva.

5 comentarios

  1. Una historia que empieza entrando con dulzura para estallarte brutalmente en el interior.
    Maravillosamente narrada, con un ritmo pausado aunque persistente. Al poner la historia en boca y pensamientos del niño que fue, pero que se ve convertido en hombre a marchas forzadas, dota al relato de un intenso dramatismo y transmite una carga emocional a flor de piel.
    Aunque se supone ficción, retrata perfectamente la realidad de un mundo que reacciona siempre con crueldad ante las catástrofes, buscando culpables en los más débiles. Así como la supremacía de las masas irracionales, la indefensión de los distintos, la violencia como respuesta a todo, el desamparo de los inocentes…
    Como contrapunto, muestra también, de forma sutil y bella, esa bondad tan escasa, pero necesaria, que surge como gran esperanza ante la barbarie.
    Maravillosa la cremación como metáfora de la limpieza necesaria para sanear el mundo. Vista a través de la dureza y fatalidad de uno de los peores trabajos, pero vital y necesario.
    Felicidades, kykubi. Una grandísima historia.
    Un abrazo.

    Le gusta a 1 persona

    • Muchas gracias. La inspiración para esta historia me vino justamente de personas que hacen este trabajo tan duro y poco apreciado. En estos dos últimos años han tenido un bregar terrible y aún no se les reconoce suficiente. Hace falta que aprendamos a ver la humanidad en todos los que la vivimos y «representamos»
      Me alegra que le gustara la historia. Un abrazo

      Le gusta a 1 persona

      • Tienes toda la razón. No sabemos cuánta gente anónima trabaja para que nosotros vivamos cómodos y felices.
        De hecho, son el pilar de la sociedad, porque sin ellos todo cojearia de forma alarmante.
        Necesitamos más relatos como el tuyo que nos los descubran y así darles el mérito que se merecen.
        Felicidades, un abrazo

        Le gusta a 1 persona

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s