
Tengo un amigo locamente exitoso. Tiene trabajo, casa, perro, novio y hasta una suegra que funciona como su segunda mamá. Es un tipo feliz. Solo sufre de un trauma insoportable que le hace perder el sueño: le aterra solo pensar que alguien a su alrededor, o él mismo, llegue a pasar hambre.
Ese trauma lo lleva a perseguirte con comida. Ofrece de lo mucho y lo sabroso que sabe hacer y aunque no se ofende si le dicen que no, no le dejes comida en el plato. He ahí otra secuela de su herida emocional: no soporta que se eche comida a la basura.
En sus primeros tiempos de cubano emigrante, estibador en una envasadora de fruta selecta, comió todas las manzanas, peras, fresas, kiwis, naranjas y frambuesas que ambicionó en su vida. Llegó a hastiarse de tanto dulzor. El aroma frutal lo perseguía a todas partes y supo que estaba harto de fruta cuando el pelo de su amante de turno le olió a sandía. Pero lo que más odió no fue la intoxicación de fructuosa, sino el desquiciante despilfarro en la selección de la fruta perfecta.
Él había sido testigo de la desaparición de los limones y las toronjas (la base de todo y la razón de ser del festival más rumboso de la Isla de La Juventud) Había visto desaparecer las manzanas acarameladas de a cincuenta centavos del Tencén en los 90 y su reaparición en dólares y a precios absurdos un poco más tarde. Y vino a saber que la fresa era un conocarpo porque se lo dijeron en la carrera.
Al verse frente a tantas y tantas frutas, él, venido de un período especial donde todo faltaba, cayó en un embeleso cuasi religioso y, por lo mismo, en verdadero horror cuando vio las toneladas de fruta que se desechaban porque tenía una manchita, un golpe, un pedazo blando, una forma extraña.
Me daba un dolor contaba por correo todas esas manzanas feas y peras apolismadas tiradas a la basura como si de ahí no se pudiera hacer una buena mermelada, o comértelas así mismo, sin pena, llenándote las manos de juguito
Por meses, mientras trabajó en aquel lugar, comió fruta hasta el hartazgo. Fruta desechada, fea, medio blanda, demasiado pequeña. Se llevó fruta a casa. Aprendió a hacer mermeladas, pasteles, jugos, vinos, helados. En un frenesí de habilidad culinaria aprendió a aprovechar todas las sobras de comida que generaba su cocina de cubano emigrado. Sin proponérselo se convirtió en el ahorrador y reciclador ecoamigable que es hoy.
Me duele botar comida, Mija dice tan difícil que es conseguirla, tan duro que es cuando falta
Por eso miro esas remolachas minúsculas de mi viandero y me digo que mejor destino tendrán en mi estómago que en la basura, donde ya nadie podrá hacer nada con ellas.
Es la misma dinámica de la Lorena luego de la Segunda Guerra Mundial: los franceses habían pasado tanta hambre que todo se aprovechaba. Allí me miraron con una cara de criminal nazi cuándo iba a botar un pan viejo: ¡Pudín!, me dijeron.
No aprendí a hacer el dulce, pero sí que la comida no se bota.
Me gustaLe gusta a 1 persona
Reblogueó esto en La choza de Crixusy comentado:
Es la misma dinámica de la Lorena luego de la Segunda Guerra Mundial: los franceses habían pasado tanta hambre que todo se aprovechaba. Allí me miraron con una cara de criminal nazi cuándo iba a botar un pan viejo: ¡Pudín!, me dijeron.
No aprendí a hacer el dulce, pero sí que la comida no se bota…
Me gustaLe gusta a 1 persona